Guadalajara se asoma a la barranca, empieza y termina en esa evidencia frontal de la potencia de la naturaleza. Luego se va aglomerando. Se desgrana en plazas y barrios. Marco Aníbal la recorre. En su pincel el paisaje se vuelve retrato.
Es un recorrido de naturaleza con ciudad en estampas. En ellas figuran las ciudades diversas, todas y una, que hacen Guadalajara. Una ciudad vista a través de quienes la forjan, la enfrentan, quienes son la ciudad, en solitario, en pareja o en grupo; porque nacieron en ella, porque llegaron para quedarse, porque simplemente pasan por ella.
Refugiada en la sombra generosa de los árboles, la mirada del pintor recorre espacios cotidianos, subraya presencias que alguna vez fueron controvertidas (como el amarillo pájaro de Goeritz) y ahora están, como en otras latitudes, integradas plenamente en el paisaje.
Retrato de naturaleza con ciudad, a pesar de la ciudad; donde la naturaleza aún consigue desbordar al cemento, donde las floraciones sucesivas de los árboles imponen tonalidades al dominio de los autos, y así nos movemos entre primaveras, jacarandas, tabachines, lluvias de oro, galeanas… en las distintas épocas del año.
En este retrato de ciudad la figura humana convive con presencias antiguas y nuevas de bronce o cantera. El ritmo de los pasos se marca bajo el sol o la lluvia. A través de él, recordamos que es posible transitar, despacio o de prisa, estar, esperar o adelantarse frente a antiguas fachadas que el andar renueva lo mismo que en espacios recientemente marcados por la transformación urbana. La memoria de lo que fue se cruza con la que cada día en lo individual y lo colectivo se entreteje.
La ciudad avista la barranca desde Huentitán o en la bajada hacia Arcediano, el pincel subraya cómo Guadalajara inició su historia en relación estrecha con la naturaleza; en esa misma relación está su reto más grande.